jueves, 19 de diciembre de 2019

Un largo paréntesis

Hoy, los gobiernos del mundo se pueden clasificar entre los muy neoliberales y los no tan neoliberales, es decir, entre los que son más o menos proclives a aplicar las llamadas medidas de austeridad, medidas que reducen la capacidad del Estado de proporcionar servicios públicos, al tiempo que estimulan su papel como garante de los intereses de las élites. El país más poderoso del mundo se aventó al tobogán neoliberal durante la administración Carter, y el descenso ha continuado sin importar si la mayoría es demócrata o republicana. Durante estas décadas la economía estadounidense creció considerablemente, pero los salarios se estancaron en términos reales. El resto del mundo tomó un rumbo similar. En Europa, los partidos socialdemócratas que en días mejores fueron capaces de construir el Estado del bienestar, han sucumbido a la ortodoxia neoliberal. Y en el mundo menos desarrollado los gobiernos han aplicado el mismo tipo de medidas, a pesar de que allí los servicios públicos son muy deficientes y un segmento enorme de la población es muy pobre. Podemos sintetizar la historia del último siglo como el tiempo en el que los países más avanzados redujeron la pobreza y construyeron el Estado del bienestar, para luego destruirlo con medidas de austeridad.
            Hace un siglo la situación en Europa era diferente. Había atravesado por la horrenda primera guerra mundial y la situación material de la gente era mucho peor que la de hoy, pero había esperanza de cambio y persistían los ideales de las doctrinas anticapitalistas del siglo XIX. Bertrand Russell, en su libro Caminos de libertad de 1918, examinó los principios del socialismo, anarquismo y sindicalismo, tal como los formularon sus iniciadores, y a partir de ellos imaginó su sociedad ideal. Pero el siglo veinte tomó otro rumbo. En el prólogo a la tercera edición de ese libro, escrito en 1948, dice:

Aunque todavía conserve esta esperanza para algún día muy lejano, la utopía descrita a lo largo de las siguientes páginas, especialmente en el último capítulo, guarda mucho menos relación con el presente de lo que supuse cuando la describí. Pese a que, en realidad, los problemas no han variado sustancialmente. La prevención de la guerra continúa siendo, en la medida de lo posible, una cuestión prioritaria. Al igual que la necesidad de conjugar al máximo la libertad y la justicia económica. No cabe duda de que cierto grado de libertad debe sacrificarse en aras de la justicia y cierto grado de justicia, en aras de la libertad. En un mundo de recursos limitados, sin embargo, esto resulta mucho más complejo que en ese próspero mundo al que se hace referencia en la mayoría de las discusiones planteadas en este libro.

Todavía el mundo es menos justo y libre de lo que podría ser, y todavía se cierne sobre él la amenaza de una guerra nuclear, y la más reciente del cambio climático. Pero en lugar de plantear medidas serias a semejantes retos, los gobiernos se debaten tristemente entre ser más o menos austeros. Pocos recuerdan las propuestas anticapitalistas del siglo XIX, pero no es imposible que ideales similares renazcan y florezcan. No es imposible que los historiadores del futuro miren nuestro tiempo como un periodo de estancamiento, un largo paréntesis que finalmente acabó y dio paso a la reconstrucción radical de la sociedad que Russell imaginó.

domingo, 23 de junio de 2019

El alumno de mamá

Esta es la primera versión de un cuento inspirado en un episodio de la vida íntima de Russell, tal como lo cuenta en su Autobiografía. No pretende ser una recreación precisa de ese momento, sino una historia de mentira que parte de esa verdad.

Mamá y papá fallecieron cuando yo tenía apenas diez años y mi hermano ocho, y son pocos los recuerdos que preservo de ellos. Éste es acaso el más aleccionador.
Los ataques de tos del nuevo profesor no enrarecían el aire que respirábamos en el patio lleno de sol de julio. Max corría detrás de la pelota que mi hermano y yo le lanzábamos alternativamente, y aunque cada vez regresaba más abollada, seguíamos con el juego. Jugábamos mientras mamá y el profesor cerraban el trato en la antesala: las clases de matemática serían los martes y los jueves, de diez a once. Aparte de su tos recurrente, lo que más nos llamó la atención del profesor fue su silueta. Era alto y delgado, pero endeble. Parecía que sus pies pequeños no podrían sostener por mucho más tiempo su largo cuerpo, parecía que un fuerte apretón de manos le rompería los huesos. Cuando atravesó el patio, Max le ladró y husmeó con tanta insistencia que mamá tuvo que disculparse, así se comporta con los desconocidos, dijo, pero yo nunca había visto a Max tan excitado.
Mis padres contrataban preceptores porque no confiaban en las escuelas entonces disponibles en la ciudad, públicas o privadas. Decían que son especialmente perjudiciales para los niños más inteligentes o sensibles, y creían que la mala educación no se puede remediar. Papá y mamá también nos daban lecciones, papá de historia y mamá de biología. Sin mis problemas de concentración tal vez habría aprovechado esas clases tanto como mi hermano. A él parecía no afectarle pasar tantas horas rodeado de adultos. Yo anhelaba la compañía de otros niños.
El profesor enseguida se ganó la confianza de papá y mamá: era tímido como ellos, era puntual, era estricto y enérgico a pesar de su aparente debilidad. Una mañana hizo una pausa en el temario para enseñarnos un juego de números, un truco para sumar mentalmente los números del uno al cien. Nos dijo que los imaginemos en hilera, el uno, el dos, el tres… hasta el noventa y nueve y el cien. Si sumas el primero y el último, el uno y el cien, dijo, el resultado es ciento uno. El segundo y el penúltimo, el dos y el noventa y nueve, también suman ciento uno. El noventa y ocho y el tres, ciento uno. El noventa y siete y el cuatro, ciento uno. Es evidente que todas las parejas siguientes suman ciento uno y que tenemos cincuenta parejas. Por lo tanto, la suma de los números del uno al cien es igual a cincuenta veces ciento uno, y cincuenta por ciento uno es cinco mil cincuenta. Yo tardé en asimilar el truco y tuve la mala idea de buscar una calculadora, pero mi hermano lo pilló enseguida e ideó su propio ejemplo: la suma de los números del uno al diez equivale a cinco parejas de once, es decir, a cincuenta y cinco. Finalmente yo también lo asimilé y nos entretuvimos ideando ejercicios hasta la medianoche, mientras el profesor charlaba animadamente con mamá y papá en el comedor.
Papá solía llevarnos a pasear por el bosque que rodeaba la casa. Los árboles se multiplicaban a solo una milla del patio, y si el clima era bueno, llevábamos a Max y una cesta para recoger arándanos. Mamá no iba, prefería quedarse descansando o preparando sus lecciones. Una tarde una tempestad nos obligó a volver antes de lo previsto y encontramos al profesor de matemática en casa. Nos extrañó verlo allí porque era no martes ni jueves. Se puso muy nervioso y se despidió en seguida en medio de un ataque de tos. Mamá dijo que no se sentía bien y se fue a dormir sin cenar. No fue la única vez durante los años de formación que lo encontramos a deshoras, pero ni mi hermano ni yo sospechamos nada. Nuestro afán se concentraba en los estudios, y cuando nos agotábamos, en los juegos en el patio y los paseos por el bosque. Los profesores eran buenos o muy buenos y apreciábamos a todos, pero más que al resto al de matemática, acaso por su delgadez o por su tos.
Un par de años después del fin de las lecciones de matemática llegó a casa la noticia de que el profesor había fallecido. Tenía tuberculosis. Y no mucho después, cuando nuestros padres a su vez fallecieron, nos enteramos al fin de la relación entre mamá y el profesor. Papá explica en su diario íntimo que a él y a mamá les parecía sumamente injusto que la mala fortuna de un cuerpo frágil y enfermo le privara al profesor del placer sexual. La autosatisfacción les parecía un pobre sustituto. Decidieron entrambos que mamá se acostaría periódicamente con él. Mamá no llegó a disfrutar en esos encuentros, pero no los interrumpió porque significaban para el profesor la felicidad instintiva que tanto había deseado desde su primera juventud.

martes, 30 de abril de 2019

La opacidad de las memorias

Quizá hay tantos libros de memorias como formas de vivir la vida, pero el factor común de las autobiografías puede ser la imposibilidad de narrar una vida con total transparencia. Ernesto Sabato comienza su libro de memorias –Antes del fin– con esta advertencia: «no esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones», pero en sus ficciones es imposible separar lo que vivió de lo que imaginó. Rita Levi-Montalcini –Elogio de la imperfección– dice que prefiere recordar lo mejor de las personas que fueron parte de su vida, pero muestra un atisbo de la conflictiva relación que mantuvo con su padre, y el lector queda con la gana de conocer lo peor de él. Eduardo Galeano –Días y noches de amor y de guerra– es más audaz y cuenta cómo lo sedujo la idea del suicidio o de qué manera se vio arrastrado por el vendaval del deseo sexual, pero escribió sus memorias antes de los cuarenta años y prefirió no hablar de la siguiente mitad. En contraste, la transparencia de Bertrand Russell –Autobiografía– es asombrosa. Nos habla con claridad y en un tono íntimo de los secretos familiares, de los momentos de ira y los de profunda soledad, de sus enfermedades y su timidez, de su fervor místico y su miedo a enloquecer, de sus ideaciones suicidas y su éxito con las mujeres y con el público lector. Russell seguramente sabía que su inteligencia, energía y vigor moral eran inusualmente intensos, y que semejante combinación de virtudes daba lugar a una vida que merecía ser contada. Él tampoco lo cuenta todo, pero deber ser una de las vidas que mejor conocemos.