domingo, 23 de junio de 2019

El alumno de mamá

Esta es la primera versión de un cuento inspirado en un episodio de la vida íntima de Russell, tal como lo cuenta en su Autobiografía. No pretende ser una recreación precisa de ese momento, sino una historia de mentira que parte de esa verdad.

Mamá y papá fallecieron cuando yo tenía apenas diez años y mi hermano ocho, y son pocos los recuerdos que preservo de ellos. Éste es acaso el más aleccionador.
Los ataques de tos del nuevo profesor no enrarecían el aire que respirábamos en el patio lleno de sol de julio. Max corría detrás de la pelota que mi hermano y yo le lanzábamos alternativamente, y aunque cada vez regresaba más abollada, seguíamos con el juego. Jugábamos mientras mamá y el profesor cerraban el trato en la antesala: las clases de matemática serían los martes y los jueves, de diez a once. Aparte de su tos recurrente, lo que más nos llamó la atención del profesor fue su silueta. Era alto y delgado, pero endeble. Parecía que sus pies pequeños no podrían sostener por mucho más tiempo su largo cuerpo, parecía que un fuerte apretón de manos le rompería los huesos. Cuando atravesó el patio, Max le ladró y husmeó con tanta insistencia que mamá tuvo que disculparse, así se comporta con los desconocidos, dijo, pero yo nunca había visto a Max tan excitado.
Mis padres contrataban preceptores porque no confiaban en las escuelas entonces disponibles en la ciudad, públicas o privadas. Decían que son especialmente perjudiciales para los niños más inteligentes o sensibles, y creían que la mala educación no se puede remediar. Papá y mamá también nos daban lecciones, papá de historia y mamá de biología. Sin mis problemas de concentración tal vez habría aprovechado esas clases tanto como mi hermano. A él parecía no afectarle pasar tantas horas rodeado de adultos. Yo anhelaba la compañía de otros niños.
El profesor enseguida se ganó la confianza de papá y mamá: era tímido como ellos, era puntual, era estricto y enérgico a pesar de su aparente debilidad. Una mañana hizo una pausa en el temario para enseñarnos un juego de números, un truco para sumar mentalmente los números del uno al cien. Nos dijo que los imaginemos en hilera, el uno, el dos, el tres… hasta el noventa y nueve y el cien. Si sumas el primero y el último, el uno y el cien, dijo, el resultado es ciento uno. El segundo y el penúltimo, el dos y el noventa y nueve, también suman ciento uno. El noventa y ocho y el tres, ciento uno. El noventa y siete y el cuatro, ciento uno. Es evidente que todas las parejas siguientes suman ciento uno y que tenemos cincuenta parejas. Por lo tanto, la suma de los números del uno al cien es igual a cincuenta veces ciento uno, y cincuenta por ciento uno es cinco mil cincuenta. Yo tardé en asimilar el truco y tuve la mala idea de buscar una calculadora, pero mi hermano lo pilló enseguida e ideó su propio ejemplo: la suma de los números del uno al diez equivale a cinco parejas de once, es decir, a cincuenta y cinco. Finalmente yo también lo asimilé y nos entretuvimos ideando ejercicios hasta la medianoche, mientras el profesor charlaba animadamente con mamá y papá en el comedor.
Papá solía llevarnos a pasear por el bosque que rodeaba la casa. Los árboles se multiplicaban a solo una milla del patio, y si el clima era bueno, llevábamos a Max y una cesta para recoger arándanos. Mamá no iba, prefería quedarse descansando o preparando sus lecciones. Una tarde una tempestad nos obligó a volver antes de lo previsto y encontramos al profesor de matemática en casa. Nos extrañó verlo allí porque era no martes ni jueves. Se puso muy nervioso y se despidió en seguida en medio de un ataque de tos. Mamá dijo que no se sentía bien y se fue a dormir sin cenar. No fue la única vez durante los años de formación que lo encontramos a deshoras, pero ni mi hermano ni yo sospechamos nada. Nuestro afán se concentraba en los estudios, y cuando nos agotábamos, en los juegos en el patio y los paseos por el bosque. Los profesores eran buenos o muy buenos y apreciábamos a todos, pero más que al resto al de matemática, acaso por su delgadez o por su tos.
Un par de años después del fin de las lecciones de matemática llegó a casa la noticia de que el profesor había fallecido. Tenía tuberculosis. Y no mucho después, cuando nuestros padres a su vez fallecieron, nos enteramos al fin de la relación entre mamá y el profesor. Papá explica en su diario íntimo que a él y a mamá les parecía sumamente injusto que la mala fortuna de un cuerpo frágil y enfermo le privara al profesor del placer sexual. La autosatisfacción les parecía un pobre sustituto. Decidieron entrambos que mamá se acostaría periódicamente con él. Mamá no llegó a disfrutar en esos encuentros, pero no los interrumpió porque significaban para el profesor la felicidad instintiva que tanto había deseado desde su primera juventud.