domingo, 25 de octubre de 2020

El sentido de la vida sin sentido

Mucho se ha dicho sobre el sentido de la vida, pero parece que todo eso se ha dicho en balde si entendemos, con el filósofo Jesús Mosterín, que a la vida le podemos dar el sentido que queramos, porque la vida en sí misma no tiene sentido. En la conversación cotidiana, o por medio de la observación, encontramos los motivos para vivir de las personas que nos rodean. Cuando un padre dice que lo mejor de la vida son los hijos, o cuando una joven dice que las cosas importantes de la vida son el sexo y el dinero, o cuando vemos a una abuela consagrada al cuidado de sus nietos, somos testigos de su filosofía de vida. Cuando leemos a los grandes escritores, sentimos que el deseo de hacer un gran trabajo fue uno de sus motivos vitales, y en las biografías y memorias podemos encontrar los motivos de los seres humanos más interesantes que han habitado este mundo. Bertrand Russell comienza su Autobiografía diciendo: «Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad.». Los que todavía no sabemos qué sentido darle a nuestra vida, quizá podamos hallar una guía de luz en esas palabras.


jueves, 19 de diciembre de 2019

Un largo paréntesis

Hoy, los gobiernos del mundo se pueden clasificar entre los muy neoliberales y los no tan neoliberales, es decir, entre los que son más o menos proclives a aplicar las llamadas medidas de austeridad, medidas que reducen la capacidad del Estado de proporcionar servicios públicos, al tiempo que estimulan su papel como garante de los intereses de las élites. El país más poderoso del mundo se aventó al tobogán neoliberal durante la administración Carter, y el descenso ha continuado sin importar si la mayoría es demócrata o republicana. Durante estas décadas la economía estadounidense creció considerablemente, pero los salarios se estancaron en términos reales. El resto del mundo tomó un rumbo similar. En Europa, los partidos socialdemócratas que en días mejores fueron capaces de construir el Estado del bienestar, han sucumbido a la ortodoxia neoliberal. Y en el mundo menos desarrollado los gobiernos han aplicado el mismo tipo de medidas, a pesar de que allí los servicios públicos son muy deficientes y un segmento enorme de la población es muy pobre. Podemos sintetizar la historia del último siglo como el tiempo en el que los países más avanzados redujeron la pobreza y construyeron el Estado del bienestar, para luego destruirlo con medidas de austeridad.
            Hace un siglo la situación en Europa era diferente. Había atravesado por la horrenda primera guerra mundial y la situación material de la gente era mucho peor que la de hoy, pero había esperanza de cambio y persistían los ideales de las doctrinas anticapitalistas del siglo XIX. Bertrand Russell, en su libro Caminos de libertad de 1918, examinó los principios del socialismo, anarquismo y sindicalismo, tal como los formularon sus iniciadores, y a partir de ellos imaginó su sociedad ideal. Pero el siglo veinte tomó otro rumbo. En el prólogo a la tercera edición de ese libro, escrito en 1948, dice:

Aunque todavía conserve esta esperanza para algún día muy lejano, la utopía descrita a lo largo de las siguientes páginas, especialmente en el último capítulo, guarda mucho menos relación con el presente de lo que supuse cuando la describí. Pese a que, en realidad, los problemas no han variado sustancialmente. La prevención de la guerra continúa siendo, en la medida de lo posible, una cuestión prioritaria. Al igual que la necesidad de conjugar al máximo la libertad y la justicia económica. No cabe duda de que cierto grado de libertad debe sacrificarse en aras de la justicia y cierto grado de justicia, en aras de la libertad. En un mundo de recursos limitados, sin embargo, esto resulta mucho más complejo que en ese próspero mundo al que se hace referencia en la mayoría de las discusiones planteadas en este libro.

Todavía el mundo es menos justo y libre de lo que podría ser, y todavía se cierne sobre él la amenaza de una guerra nuclear, y la más reciente del cambio climático. Pero en lugar de plantear medidas serias a semejantes retos, los gobiernos se debaten tristemente entre ser más o menos austeros. Pocos recuerdan las propuestas anticapitalistas del siglo XIX, pero no es imposible que ideales similares renazcan y florezcan. No es imposible que los historiadores del futuro miren nuestro tiempo como un periodo de estancamiento, un largo paréntesis que finalmente acabó y dio paso a la reconstrucción radical de la sociedad que Russell imaginó.

domingo, 23 de junio de 2019

El alumno de mamá

Esta es la primera versión de un cuento inspirado en un episodio de la vida íntima de Russell, tal como lo cuenta en su Autobiografía. No pretende ser una recreación precisa de ese momento, sino una historia de mentira que parte de esa verdad.

Mamá y papá fallecieron cuando yo tenía apenas diez años y mi hermano ocho, y son pocos los recuerdos que preservo de ellos. Éste es acaso el más aleccionador.
Los ataques de tos del nuevo profesor no enrarecían el aire que respirábamos en el patio lleno de sol de julio. Max corría detrás de la pelota que mi hermano y yo le lanzábamos alternativamente, y aunque cada vez regresaba más abollada, seguíamos con el juego. Jugábamos mientras mamá y el profesor cerraban el trato en la antesala: las clases de matemática serían los martes y los jueves, de diez a once. Aparte de su tos recurrente, lo que más nos llamó la atención del profesor fue su silueta. Era alto y delgado, pero endeble. Parecía que sus pies pequeños no podrían sostener por mucho más tiempo su largo cuerpo, parecía que un fuerte apretón de manos le rompería los huesos. Cuando atravesó el patio, Max le ladró y husmeó con tanta insistencia que mamá tuvo que disculparse, así se comporta con los desconocidos, dijo, pero yo nunca había visto a Max tan excitado.
Mis padres contrataban preceptores porque no confiaban en las escuelas entonces disponibles en la ciudad, públicas o privadas. Decían que son especialmente perjudiciales para los niños más inteligentes o sensibles, y creían que la mala educación no se puede remediar. Papá y mamá también nos daban lecciones, papá de historia y mamá de biología. Sin mis problemas de concentración tal vez habría aprovechado esas clases tanto como mi hermano. A él parecía no afectarle pasar tantas horas rodeado de adultos. Yo anhelaba la compañía de otros niños.
El profesor enseguida se ganó la confianza de papá y mamá: era tímido como ellos, era puntual, era estricto y enérgico a pesar de su aparente debilidad. Una mañana hizo una pausa en el temario para enseñarnos un juego de números, un truco para sumar mentalmente los números del uno al cien. Nos dijo que los imaginemos en hilera, el uno, el dos, el tres… hasta el noventa y nueve y el cien. Si sumas el primero y el último, el uno y el cien, dijo, el resultado es ciento uno. El segundo y el penúltimo, el dos y el noventa y nueve, también suman ciento uno. El noventa y ocho y el tres, ciento uno. El noventa y siete y el cuatro, ciento uno. Es evidente que todas las parejas siguientes suman ciento uno y que tenemos cincuenta parejas. Por lo tanto, la suma de los números del uno al cien es igual a cincuenta veces ciento uno, y cincuenta por ciento uno es cinco mil cincuenta. Yo tardé en asimilar el truco y tuve la mala idea de buscar una calculadora, pero mi hermano lo pilló enseguida e ideó su propio ejemplo: la suma de los números del uno al diez equivale a cinco parejas de once, es decir, a cincuenta y cinco. Finalmente yo también lo asimilé y nos entretuvimos ideando ejercicios hasta la medianoche, mientras el profesor charlaba animadamente con mamá y papá en el comedor.
Papá solía llevarnos a pasear por el bosque que rodeaba la casa. Los árboles se multiplicaban a solo una milla del patio, y si el clima era bueno, llevábamos a Max y una cesta para recoger arándanos. Mamá no iba, prefería quedarse descansando o preparando sus lecciones. Una tarde una tempestad nos obligó a volver antes de lo previsto y encontramos al profesor de matemática en casa. Nos extrañó verlo allí porque era no martes ni jueves. Se puso muy nervioso y se despidió en seguida en medio de un ataque de tos. Mamá dijo que no se sentía bien y se fue a dormir sin cenar. No fue la única vez durante los años de formación que lo encontramos a deshoras, pero ni mi hermano ni yo sospechamos nada. Nuestro afán se concentraba en los estudios, y cuando nos agotábamos, en los juegos en el patio y los paseos por el bosque. Los profesores eran buenos o muy buenos y apreciábamos a todos, pero más que al resto al de matemática, acaso por su delgadez o por su tos.
Un par de años después del fin de las lecciones de matemática llegó a casa la noticia de que el profesor había fallecido. Tenía tuberculosis. Y no mucho después, cuando nuestros padres a su vez fallecieron, nos enteramos al fin de la relación entre mamá y el profesor. Papá explica en su diario íntimo que a él y a mamá les parecía sumamente injusto que la mala fortuna de un cuerpo frágil y enfermo le privara al profesor del placer sexual. La autosatisfacción les parecía un pobre sustituto. Decidieron entrambos que mamá se acostaría periódicamente con él. Mamá no llegó a disfrutar en esos encuentros, pero no los interrumpió porque significaban para el profesor la felicidad instintiva que tanto había deseado desde su primera juventud.

martes, 30 de abril de 2019

La opacidad de las memorias

Quizá hay tantos libros de memorias como formas de vivir la vida, pero el factor común de las autobiografías puede ser la imposibilidad de narrar una vida con total transparencia. Ernesto Sabato comienza su libro de memorias –Antes del fin– con esta advertencia: «no esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones», pero en sus ficciones es imposible separar lo que vivió de lo que imaginó. Rita Levi-Montalcini –Elogio de la imperfección– dice que prefiere recordar lo mejor de las personas que fueron parte de su vida, pero muestra un atisbo de la conflictiva relación que mantuvo con su padre, y el lector queda con la gana de conocer lo peor de él. Eduardo Galeano –Días y noches de amor y de guerra– es más audaz y cuenta cómo lo sedujo la idea del suicidio o de qué manera se vio arrastrado por el vendaval del deseo sexual, pero escribió sus memorias antes de los cuarenta años y prefirió no hablar de la siguiente mitad. En contraste, la transparencia de Bertrand Russell –Autobiografía– es asombrosa. Nos habla con claridad y en un tono íntimo de los secretos familiares, de los momentos de ira y los de profunda soledad, de sus enfermedades y su timidez, de su fervor místico y su miedo a enloquecer, de sus ideaciones suicidas y su éxito con las mujeres y con el público lector. Russell seguramente sabía que su inteligencia, energía y vigor moral eran inusualmente intensos, y que semejante combinación de virtudes daba lugar a una vida que merecía ser contada. Él tampoco lo cuenta todo, pero deber ser una de las vidas que mejor conocemos.

sábado, 4 de agosto de 2018

La literatura comprometida y una moralidad nueva

Dice Jorge Luis Borges –en el prólogo de El informe de Brodie– que no pretende ser un escritor que intenta persuadir al lector, sino distraerlo o conmoverlo. No quiere escribir fábulas con lecciones morales, sino cuentos como los de Las mil y una noches. Así Borges, a quien el prójimo le importaba más bien poco, se desmarca de la llamada literatura comprometida. En su poema «Fragmentos de un evangelio apócrifo», expone su postura con mucha elocuencia: «Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable».
Pero los escritores que se conmueven con el espectáculo del mundo no pueden encerrarse en la proverbial torre de marfil, y a menudo esa sensibilidad los lleva a incorporar a su ficción el drama social. Si además mantienen el compromiso estético inherente al oficio literario, el resultado puede ser bello y persuasivo. Es importante anotar que ese camino lo pueden recorrer autores de todas las tendencias, no solo los progresistas. Los casos de George Orwell y Mario Vargas Llosa son ejemplares al respecto. Ambos retratan la realidad social admirablemente en sus novelas, pero mientras Orwell anhelaba una reconstrucción social radical, Vargas Llosa defiende el modelo económico dominante, que concentra la riqueza en pocas manos.
Una vez admitido que se puede escribir literatura comprometida sin lesionar la dimensión estética, y que escritores de distintas tendencias la pueden llevar a cabo, llegamos a la cuestión de si esos esfuerzos tienen un impacto social significativo. Bertrand Russell –en el prólogo a sus Ensayos escépticos– nos deja perplejos con su respuesta a esta cuestión. En 1919 Russell asistió a una representación de Las troyanas de Eurípides en el Royal Victoria Hall de Londres. En esa obra, Eurípides escenifica el sufrimiento de las mujeres de Troya esclavizadas por atenienses que asesinaron a sus esposos. Cuando se representó en Atenas esta historia mítica, en el año 415 a.C., entre el público se encontraban algunos hombres que hace poco habían cometido el mismo crimen: habían matado a todos los varones adultos de Melos y habían esclavizado a sus esposas e hijos. La situación de los ingleses en 1919 no era muy distinta a la de aquellos atenienses. Cuenta Russell:

Hay una escena de insoportable patetismo en la que los griegos dan muerte a Astianacte por temor a que se convierta en un segundo Héctor. Prácticamente el teatro entero tenía los ojos arrasados en lágrimas, y el público apenas conseguía dar crédito a la crueldad de los griegos de la obra. Y sin embargo, esas mismas personas que encontraban imposible contener el llanto estaban ejerciendo, en ese preciso instante, una crueldad idéntica, y a una escala que la imaginación de Eurípides jamás habría alcanzado a sospechar. Habían votado poco antes (en su mayoría) en favor de un Gobierno que había decidido prolongar el bloqueo de Alemania tras el armisticio e imponer igual castigo a Rusia. Se sabía que esas medidas provocaban la muerte de una enorme cantidad de niños, pero se juzgaba deseable reducir la población de los países enemigos; como Astianacte, los chiquillos podrían haber crecido y emulado a su padre.

Shakespeare dijo –en El sueño de una noche de verano– que el lunático, el amante y el poeta están hechos por entero de imaginación. Russell se apoya en esa clasificación para explicar la reacción del público:

El poeta Eurípides había despertado al amante dormido en la imaginación de los asistentes. Sin embargo, uno y otro, amante y poeta, serían olvidados a la puerta del teatro, para que el lunático (que aquí se presenta en forma de maníaco homicida) pudiera controlar las decisiones políticas de aquellos hombres y mujeres, que además se tenían por tiernos y virtuosos.

Podemos concluir admitiendo que el impacto social de la literatura comprometida es más bien escaso. Incluso la más bella y bienintencionada, como la de Eurípides, no puede mejorar nuestro comportamiento. El germen de la transformación social se halla en otro lugar. Russell apuesta por una nueva moralidad, más amable y razonable que la vigente, sin que por eso resulte incompatible con nuestros instintos:

No hay peligro en dejar al instinto las relaciones que nos unen a nuestros seres queridos; es nuestro roce con las personas odiadas lo que ha de someterse inexcusablemente al señorío de la razón. En el mundo moderno, aquellos a quienes detestamos de facto son los grupos lejanos, en especial las naciones extranjeras. Los concebimos de manera abstracta, y nos engañamos a nosotros mismos creyendo que unos actos que en realidad son la encarnación del odio obedecen en el fondo al amor que profesamos a la justicia o a algún otro noble motivo. Únicamente una buena dosis de escepticismo puede rasgar el velo que nos oculta esta verdad. Una vez conseguido esto, podemos empezar a construir una moralidad nueva, una moralidad que no se base en la envidia y la represión, sino en el anhelo de una vida plena y en la comprensión –que surge tan pronto como sanamos de la enajenación celosa– de que en los demás seres humanos hemos de ver un apoyo y no un estorbo. Esto no es una esperanza utópica, y la prueba es que se concretó en parte en la Inglaterra isabelina. Y podría materializarse mañana si los hombres aprendieran a procurar su propia felicidad y no la desdicha de sus semejantes. No se trata de una moralidad imposiblemente austera, pero su adopción convertiría a la Tierra en un paraíso.

miércoles, 14 de marzo de 2018

El acoso, la insatisfacción y la moral sexuales

Ahora que hay una ola de mujeres que denuncian el acoso sexual por parte de hombres, ahora que se descubren casos de acoso sexual en el seno de nobles organizaciones humanitarias, no puedo dejar de pensar que esos abusos los cometen, sobre todo, hombres sexualmente insatisfechos.
Las medidas que pretenden prevenir el acoso sexual hablan de la necesidad de aprobar leyes que castiguen al acosador y de hacer campañas que promuevan el respeto a la mujer. Creo que obtendríamos mejores resultados si además nos preocupáramos por reducir la cantidad de hombres (y mujeres) sexualmente frustrados.
Bertrand Russell estudió la moralidad sexual en su libro Matrimonio y moral. Se dice que gracias a él ganó el nobel de literatura en 1950, y fue por él que fanáticos religiosos de Estados Unidos lo acusaron de «inmoral».
Russell supone que los hombres y las mujeres, si no se cohíben, son polígamos. Cita evidencia antropológica de sociedades remotas en las que hombres y mujeres muestran costumbres sexuales relajadas. La tradición occidental de la monogamia (con eventuales infidelidades por parte sobre de todo del hombre), es posible gracias a la cárcel mental en la que se encierra el deseo sexual, sobre todo de la mujer. Un estado de cosas en el que la religión cristiana ha jugado un papel determinante, y que ha ocasionado una cantidad indescriptible de sufrimiento. La cuestión es cómo liberar el deseo y crear una tradición sexual compatible con la organización de la sociedad industrial moderna. La respuesta de Russell es que hombres y  mujeres deben gozar de la mayor libertad sexual posible. El estado debe entrometerse solamente cuando una pareja tiene hijos: el divorcio no puede ser fácil cuando la prioridad es la crianza de los hijos. Un matrimonio así formado debería ser capaz de soportar eventuales infidelidades tanto de la madre como del padre.
Como vemos, Russell no «promueve la inmoralidad», sino que propone una nueva moral, más razonable y feliz que la tradicional:

Si el matrimonio ha de continuar, su estabilidad importa por interés de los hijos; pero la estabilidad ha de buscarse distinguiendo entre el matrimonio y las relaciones meramente sexuales, y ensalzando el aspecto biológico del amor conyugal, opuesto a su aspecto romántico. No pretendo que el matrimonio pueda quedar libre de obligaciones onerosas. En el sistema que recomiendo los hombres quedan libres, es verdad, del deber de la fidelidad sexual; pero, en cambio, adquieren el deber de dominar los celos. La vida no puede vivirse bien sin dominio de sí mismo; pero vale más reprimir una emoción restrictiva y hostil como los celos que no una emoción generosa y expansiva como el amor. El error de la moralidad convencional no consiste en exigir que el individuo se domine, sino en exigirlo en mal lugar.

En su Autobiografía Russell hace breves comentarios de algunos de sus libros. Del libro que nos ocupa dice que tal vez el divorcio fácil no es una mala idea:

En 1929 publiqué Matrimonio y moral, que dicté mientras me recuperaba de una tos ferina. […] De este libro se sacó la mayor parte del material utilizado para atacarme en 1940, en Nueva York. En él desarrollé la idea de que en la mayoría de los matrimonios no se podía esperar una fidelidad total, y que un marido y una mujer debían ser capaces de seguir siendo amigos a pesar de las aventuras amorosas. Sin embargo, yo nunca dije que fuese oportuno que en un matrimonio la mujer tuviera uno o más hijos con otro hombre que no fuese su marido; en ese caso, creía que era conveniente divorciarse. Ahora, ya no sé lo que pienso respecto al matrimonio. Cada teoría general sobre el tema parece tropezar con objeciones insalvables. Quizás el divorcio fácil cause menos infelicidad que cualquier otro sistema, pero ya no me siento capaz de ser dogmático respecto a asuntos de matrimonio.

miércoles, 7 de marzo de 2018

La propiedad privada y el impulso creativo

Cuando comencé a interesarme por los asuntos políticos o históricos, a los veinte años, pensé enseguida que era necesario acabar de una vez y para siempre con la propiedad privada. No sé de dónde viene esa convicción. Por temperamento me siento afín a los cambios radicales, pero el tiempo me ha enseñado que lo razonable es apostar por ese tipo de cambios cuando las circunstancias son propicias, y la verdad es que casi nunca lo son. Pero aún si las circunstancias hubieran sido las propicias, no habría sabido cómo justificar la idea de eliminar la propiedad privada. Solo tenía un deseo, el deseo de volver justa una sociedad brutalmente desigual, y eliminar la propiedad parecía un modo seguro de eliminar la posibilidad de que algunos individuos se enriquezcan.
Un discurso de Manuel Isidoro Belzu, el gobernante boliviano de mediados del XVIII que tuvo un trágico final, expone con elocuencia ese sentimiento:

Ha sonado ya la hora de pedir a la aristocracia sus títulos y a la propiedad privada sus fundamentos... La propiedad privada es la fuente principal de la mayor parte de los delitos y crímenes en Bolivia, es la causa de la lucha permanente entre los bolivianos, es el principio dominante de aquel egoísmo eternamente condenado por la moral universal. ¡No más propiedad, no más propietarios, no más herencias! ¡Abajo aristocracias! ¡La tierra sea para todos! ¡Basta de explotación del hombre por el hombre!*

La obra de Bertrand Russell es impactante por estar llena de párrafos lúcidos que resuelven asuntos que antes de leerlos parecían insolubles. Ideas intuitivas más bien vagas que uno arrastra, adquieren de golpe claridad –a la vez que se complejizan– gracias al estilo racional y elocuente de Russell. En su libro Principles of Social Reconstruction (que se tituló en Estados Unidos Why Men Fight sin su consentimiento), encontré la justificación racional de mi aversión intuitiva a la propiedad privada. Russell distingue «cuatro fuentes principales de derechos legales reconocidos a la propiedad privada: (1) el derecho de la persona a lo que ha hecho por sí mismo; (2) el derecho a los intereses de un capital prestado; (3) la propiedad de la tierra; (4) la herencia»**. La primera forma, dar a un trabajador lo que hace por sí mismo, no es justa porque «no hay especial justicia […] en asignar a cada persona lo que produce por sí misma. Algunos personas son más fuertes, saludables e inteligentes que otras, pero no hay razón para incrementar estas injusticias naturales con las artificiales de la ley.». La segunda forma, el interés que genera un capital, es injusta porque «el poder de prestar dinero da tal riqueza e influencia a los capitalistas privados que, a menos que esté estrictamente controlado, no es compatible con ninguna libertad real para el resto de la población.». Hacia el terrateniente Russell muestra una aversión similar a la de Belzu: «La propiedad privada de la tierra no tiene sino una justificación histórica a través del poder de la espada. […] Si las personas fuesen razonables, decretarían que cese mañana mismo, sin otra compensación que un moderado ingreso para vivir para los dueños de la tierra.». Por último, de la herencia, dice Russell que «ni el derecho de disponer la propiedad a voluntad ni el derecho de los hijos a heredar de sus padres tienen ningún sustento fuera de los instintos de posesión y el orgullo familiar.».
La foto es mía
De esta manera mi aversión hacia la propiedad privada –que como vemos es mucho más variada de lo que uno supone–, queda plenamente justificada. Pero Russell no se detiene en este punto. Continúa la discusión sobre la propiedad hasta hallar un modelo superior al vigente, y superior también a la idea socialista de entregar la propiedad privada de la tierra y el capital al estado. Un sistema cooperativo y sindicalista, dice, permitiría liberar la energía creadora:

Es sorprendente que, mientras hombres y mujeres han luchado para alcanzar la democracia política, muy poco se ha hecho para introducir la democracia en la industria. Veo incalculables beneficios en la democracia industrial, ya sea en el modelo cooperativo o con el reconocimiento de un oficio o industria como unidad para propósitos de gobierno, con algún tipo de autonomía tal como el sindicalismo reclama. […] Con un sistema de este tipo muchas personas podrían volver a sentir de nuevo orgullo de su trabajo, y encontrar una salida para el impulso creativo que es hoy negado para todos salvo unos pocos afortunados. Tal sistema requiere la abolición del terrateniente y la restricción del capitalista, pero no la igualdad de salarios. Y a diferencia del socialismo, no es un sistema estático o finiquitado, es apenas un marco de referencia para la energía y la iniciativa. Creo que es solo por algún método de este tipo que el libre crecimiento del individuo puede reconciliarse con las enormes organizaciones técnicas que el industrialismo ha hecho necesarias.

*Cita extraída del segundo tomo de Memoria del fuego, de Eduardo Galeano.
**La traducción de esta y las siguientes citas es mía.