Mucho se ha dicho sobre el sentido de la vida, pero parece que todo eso se ha dicho en balde si entendemos, con el filósofo Jesús Mosterín, que a la vida le podemos dar el sentido que queramos, porque la vida en sí misma no tiene sentido. En la conversación cotidiana, o por medio de la observación, encontramos los motivos para vivir de las personas que nos rodean. Cuando un padre dice que lo mejor de la vida son los hijos, o cuando una joven dice que las cosas importantes de la vida son el sexo y el dinero, o cuando vemos a una abuela consagrada al cuidado de sus nietos, somos testigos de su filosofía de vida. Cuando leemos a los grandes escritores, sentimos que el deseo de hacer un gran trabajo fue uno de sus motivos vitales, y en las biografías y memorias podemos encontrar los motivos de los seres humanos más interesantes que han habitado este mundo. Bertrand Russell comienza su Autobiografía diciendo: «Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad.». Los que todavía no sabemos qué sentido darle a nuestra vida, quizá podamos hallar una guía de luz en esas palabras.
Fan de Bertie
Este sitio está dedicado a la vida y a la obra de Bertrand Russell (1872-1970). Bienvenidos.
domingo, 25 de octubre de 2020
jueves, 19 de diciembre de 2019
Un largo paréntesis
Hoy, los gobiernos del mundo se pueden
clasificar entre los muy neoliberales y los no tan neoliberales, es decir,
entre los que son más o menos proclives a aplicar las llamadas medidas de austeridad,
medidas que reducen la capacidad del Estado de proporcionar servicios públicos,
al tiempo que estimulan su papel como garante de los intereses de las élites. El
país más poderoso del mundo se aventó al tobogán neoliberal durante la
administración Carter, y el descenso ha continuado sin importar si la mayoría
es demócrata o republicana. Durante estas décadas la economía estadounidense creció
considerablemente, pero los salarios se estancaron en términos reales. El resto
del mundo tomó un rumbo similar. En Europa, los partidos socialdemócratas que
en días mejores fueron capaces de construir el Estado del bienestar, han
sucumbido a la ortodoxia neoliberal. Y en el mundo menos desarrollado los
gobiernos han aplicado el mismo tipo de medidas, a pesar de que allí los
servicios públicos son muy deficientes y un segmento enorme de la población es
muy pobre. Podemos sintetizar la historia del último siglo como el tiempo en el
que los países más avanzados redujeron la pobreza y construyeron el Estado del
bienestar, para luego destruirlo con medidas de austeridad.
Hace
un siglo la situación en Europa era diferente. Había atravesado por la horrenda
primera guerra mundial y la situación material de la gente era mucho peor que la
de hoy, pero había esperanza de cambio y persistían los ideales de las doctrinas
anticapitalistas del siglo XIX. Bertrand Russell, en su libro Caminos de libertad de 1918, examinó los
principios del socialismo, anarquismo y sindicalismo, tal como los formularon
sus iniciadores, y a partir de ellos imaginó su sociedad ideal. Pero el siglo
veinte tomó otro rumbo. En el prólogo a la tercera edición de ese libro, escrito
en 1948, dice:
Aunque
todavía conserve esta esperanza para algún día muy lejano, la utopía descrita a
lo largo de las siguientes páginas, especialmente en el último capítulo, guarda
mucho menos relación con el presente de lo que supuse cuando la describí. Pese
a que, en realidad, los problemas no han variado sustancialmente. La prevención
de la guerra continúa siendo, en la medida de lo posible, una cuestión
prioritaria. Al igual que la necesidad de conjugar al máximo la libertad y la
justicia económica. No cabe duda de que cierto grado de libertad debe sacrificarse
en aras de la justicia y cierto grado de justicia, en aras de la libertad. En
un mundo de recursos limitados, sin embargo, esto resulta mucho más complejo
que en ese próspero mundo al que se hace referencia en la mayoría de las
discusiones planteadas en este libro.
Todavía el mundo es menos
justo y libre de lo que podría ser, y todavía se cierne sobre él la amenaza de una
guerra nuclear, y la más reciente del cambio climático. Pero en lugar de plantear
medidas serias a semejantes retos, los gobiernos se debaten tristemente entre
ser más o menos austeros. Pocos recuerdan las propuestas anticapitalistas del
siglo XIX, pero no es imposible que ideales similares renazcan y florezcan. No
es imposible que los historiadores del futuro miren nuestro tiempo como un periodo
de estancamiento, un largo paréntesis que finalmente acabó y dio paso a la reconstrucción
radical de la sociedad que Russell imaginó.
domingo, 23 de junio de 2019
El alumno de mamá
Esta es la primera versión de un cuento
inspirado en un episodio de la vida íntima de Russell, tal como lo cuenta en su
Autobiografía. No pretende ser una recreación
precisa de ese momento, sino una historia de mentira que parte de esa verdad.
Mamá y papá fallecieron cuando yo tenía
apenas diez años y mi hermano ocho, y son pocos los recuerdos que preservo de
ellos. Éste es acaso el más aleccionador.
Los ataques de tos del
nuevo profesor no enrarecían el aire que respirábamos en el patio lleno de sol
de julio. Max corría detrás de la pelota que mi hermano y yo le lanzábamos
alternativamente, y aunque cada vez regresaba más abollada, seguíamos con el juego.
Jugábamos mientras mamá y el profesor cerraban el trato en la antesala: las
clases de matemática serían los martes y los jueves, de diez a once. Aparte de
su tos recurrente, lo que más nos llamó la atención del profesor fue su silueta.
Era alto y delgado, pero endeble. Parecía que sus pies pequeños no podrían
sostener por mucho más tiempo su largo cuerpo, parecía que un fuerte apretón de
manos le rompería los huesos. Cuando atravesó el patio, Max le ladró y husmeó
con tanta insistencia que mamá tuvo que disculparse, así se comporta con los
desconocidos, dijo, pero yo nunca había visto a Max tan excitado.
Mis padres contrataban
preceptores porque no confiaban en las escuelas entonces disponibles en la
ciudad, públicas o privadas. Decían que son especialmente perjudiciales para
los niños más inteligentes o sensibles, y creían que la mala educación no se
puede remediar. Papá y mamá también nos daban lecciones, papá de historia y
mamá de biología. Sin mis problemas de concentración tal vez habría aprovechado
esas clases tanto como mi hermano. A él parecía no afectarle pasar tantas horas
rodeado de adultos. Yo anhelaba la compañía de otros niños.
El profesor enseguida se
ganó la confianza de papá y mamá: era tímido como ellos, era puntual, era estricto
y enérgico a pesar de su aparente debilidad. Una mañana hizo una pausa en el
temario para enseñarnos un juego de números, un truco para sumar mentalmente
los números del uno al cien. Nos dijo que los imaginemos en hilera, el uno, el
dos, el tres… hasta el noventa y nueve y el cien. Si sumas el primero y el
último, el uno y el cien, dijo, el resultado es ciento uno. El segundo y el
penúltimo, el dos y el noventa y nueve, también suman ciento uno. El noventa y
ocho y el tres, ciento uno. El noventa y siete y el cuatro, ciento uno. Es
evidente que todas las parejas siguientes suman ciento uno y que tenemos cincuenta
parejas. Por lo tanto, la suma de los números del uno al cien es igual a cincuenta
veces ciento uno, y cincuenta por ciento uno es cinco mil cincuenta. Yo tardé
en asimilar el truco y tuve la mala idea de buscar una calculadora, pero mi
hermano lo pilló enseguida e ideó su propio ejemplo: la suma de los números del
uno al diez equivale a cinco parejas de once, es decir, a cincuenta y cinco.
Finalmente yo también lo asimilé y nos entretuvimos ideando ejercicios hasta la
medianoche, mientras el profesor charlaba animadamente con mamá y papá en el
comedor.
Papá solía llevarnos a pasear
por el bosque que rodeaba la casa. Los árboles se multiplicaban a solo una
milla del patio, y si el clima era bueno, llevábamos a Max y una cesta para
recoger arándanos. Mamá no iba, prefería quedarse descansando o preparando sus
lecciones. Una tarde una tempestad nos obligó a volver antes de lo previsto y
encontramos al profesor de matemática en casa. Nos extrañó verlo allí porque
era no martes ni jueves. Se puso muy nervioso y se despidió en seguida en medio
de un ataque de tos. Mamá dijo que no se sentía bien y se fue a dormir sin
cenar. No fue la única vez durante los años de formación que lo encontramos a
deshoras, pero ni mi hermano ni yo sospechamos nada. Nuestro afán se
concentraba en los estudios, y cuando nos agotábamos, en los juegos en el patio
y los paseos por el bosque. Los profesores eran buenos o muy buenos y apreciábamos
a todos, pero más que al resto al de matemática, acaso por su delgadez o por su
tos.
Un par de años después
del fin de las lecciones de matemática llegó a casa la noticia de que el
profesor había fallecido. Tenía tuberculosis. Y no mucho después, cuando nuestros
padres a su vez fallecieron, nos enteramos al fin de la relación entre mamá y el
profesor. Papá explica en su diario íntimo que a él y a mamá les parecía
sumamente injusto que la mala fortuna de un cuerpo frágil y enfermo le privara
al profesor del placer sexual. La autosatisfacción les parecía un pobre sustituto.
Decidieron entrambos que mamá se acostaría periódicamente con él. Mamá no llegó
a disfrutar en esos encuentros, pero no los interrumpió porque significaban
para el profesor la felicidad instintiva que tanto había deseado desde su
primera juventud.
martes, 30 de abril de 2019
La opacidad de las memorias
Quizá hay tantos libros de memorias como
formas de vivir la vida, pero el factor común de las autobiografías puede ser la
imposibilidad de narrar una vida con total transparencia. Ernesto Sabato
comienza su libro de memorias –Antes del
fin– con esta advertencia: «no esperen encontrar en este libro mis verdades
más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones», pero en sus
ficciones es imposible separar lo que vivió de lo que imaginó. Rita
Levi-Montalcini –Elogio de la
imperfección– dice que prefiere recordar lo mejor de las personas que
fueron parte de su vida, pero muestra un atisbo de la conflictiva relación que
mantuvo con su padre, y el lector queda con la gana de conocer lo peor de él.
Eduardo Galeano –Días y noches de amor y
de guerra– es más audaz y cuenta cómo lo sedujo la idea del suicidio o de
qué manera se vio arrastrado por el vendaval del deseo sexual, pero escribió
sus memorias antes de los cuarenta años y prefirió no hablar de la siguiente
mitad. En contraste, la transparencia de Bertrand Russell –Autobiografía– es asombrosa. Nos habla con claridad y en un tono
íntimo de los secretos familiares, de los momentos de ira y los de profunda
soledad, de sus enfermedades y su timidez, de su fervor místico y su miedo a enloquecer,
de sus ideaciones suicidas y su éxito con las mujeres y con el público lector.
Russell seguramente sabía que su inteligencia, energía y vigor moral eran
inusualmente intensos, y que semejante combinación de virtudes daba lugar a una
vida que merecía ser contada. Él tampoco lo cuenta todo, pero deber ser una de
las vidas que mejor conocemos.
sábado, 4 de agosto de 2018
La literatura comprometida y una moralidad nueva
Dice Jorge Luis Borges –en el prólogo
de El informe de Brodie– que no
pretende ser un escritor que intenta persuadir al lector, sino distraerlo o
conmoverlo. No quiere escribir fábulas con lecciones morales, sino cuentos como
los de Las mil y una noches. Así
Borges, a quien el prójimo le importaba más bien poco, se desmarca de la
llamada literatura comprometida. En su poema «Fragmentos de un evangelio
apócrifo», expone su postura con mucha elocuencia: «Bienaventurados los que no
tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa,
es obra del azar, que es inescrutable».
Pero los escritores que
se conmueven con el espectáculo del mundo no pueden encerrarse en la proverbial
torre de marfil, y a menudo esa sensibilidad los lleva a incorporar a su
ficción el drama social. Si además mantienen el compromiso estético inherente al
oficio literario, el resultado puede ser bello y persuasivo. Es importante
anotar que ese camino lo pueden recorrer autores de todas las tendencias, no
solo los progresistas. Los casos de George Orwell y Mario Vargas Llosa son
ejemplares al respecto. Ambos retratan la realidad social admirablemente en sus
novelas, pero mientras Orwell anhelaba una reconstrucción social radical,
Vargas Llosa defiende el modelo económico dominante, que concentra la riqueza
en pocas manos.
Una vez admitido que se
puede escribir literatura comprometida sin lesionar la dimensión estética, y
que escritores de distintas tendencias la pueden llevar a cabo, llegamos a la
cuestión de si esos esfuerzos tienen un impacto social significativo. Bertrand
Russell –en el prólogo a sus Ensayos
escépticos– nos deja perplejos con su respuesta a esta cuestión. En 1919
Russell asistió a una representación de Las troyanas de Eurípides en el Royal Victoria Hall de
Londres. En esa obra, Eurípides escenifica el sufrimiento de las mujeres de
Troya esclavizadas por atenienses que asesinaron a sus esposos. Cuando se
representó en Atenas esta historia mítica, en el año 415 a.C., entre el público
se encontraban algunos hombres que hace poco habían cometido el mismo crimen:
habían matado a todos los varones adultos de Melos y habían esclavizado a sus
esposas e hijos. La situación de los ingleses en 1919 no era muy distinta a la
de aquellos atenienses. Cuenta Russell:
Hay
una escena de insoportable patetismo en la que los griegos dan muerte a
Astianacte por temor a que se convierta en un segundo Héctor. Prácticamente el
teatro entero tenía los ojos arrasados en lágrimas, y el público apenas
conseguía dar crédito a la crueldad de los griegos de la obra. Y sin embargo,
esas mismas personas que encontraban imposible contener el llanto estaban
ejerciendo, en ese preciso instante, una crueldad idéntica, y a una escala que
la imaginación de Eurípides jamás habría alcanzado a sospechar. Habían votado
poco antes (en su mayoría) en favor de un Gobierno que había decidido prolongar
el bloqueo de Alemania tras el armisticio e imponer igual castigo a Rusia. Se
sabía que esas medidas provocaban la muerte de una enorme cantidad de niños,
pero se juzgaba deseable reducir la población de los países enemigos; como
Astianacte, los chiquillos podrían haber crecido y emulado a su padre.
Shakespeare dijo
–en El sueño de una noche de verano–
que el lunático, el amante y el poeta están hechos por entero de imaginación.
Russell se apoya en esa clasificación para explicar la reacción del público:
El
poeta Eurípides había despertado al amante dormido en la imaginación de los
asistentes. Sin embargo, uno y otro, amante y poeta, serían olvidados a la
puerta del teatro, para que el lunático (que aquí se presenta en forma de
maníaco homicida) pudiera controlar las decisiones políticas de aquellos
hombres y mujeres, que además se tenían por tiernos y virtuosos.
Podemos concluir
admitiendo que el impacto social de la literatura comprometida es más bien
escaso. Incluso la más bella y bienintencionada, como la de Eurípides, no puede
mejorar nuestro comportamiento. El germen de la transformación social se halla
en otro lugar. Russell apuesta por una nueva moralidad, más amable y razonable
que la vigente, sin que por eso resulte incompatible con nuestros instintos:
No
hay peligro en dejar al instinto las relaciones que nos unen a nuestros seres
queridos; es nuestro roce con las personas odiadas lo que ha de someterse
inexcusablemente al señorío de la razón. En el mundo moderno, aquellos a
quienes detestamos de facto son
los grupos lejanos, en especial las naciones extranjeras. Los concebimos de
manera abstracta, y nos engañamos a nosotros mismos creyendo que unos actos que
en realidad son la encarnación del odio obedecen en el fondo al amor que
profesamos a la justicia o a algún otro noble motivo. Únicamente una buena
dosis de escepticismo puede rasgar el velo que nos oculta esta verdad. Una vez
conseguido esto, podemos empezar a construir una moralidad nueva, una moralidad
que no se base en la envidia y la represión, sino en el anhelo de una vida
plena y en la comprensión –que surge tan pronto como sanamos de la enajenación
celosa– de que en los demás seres humanos hemos de ver un apoyo y no un
estorbo. Esto no es una esperanza utópica, y la prueba es que se concretó en
parte en la Inglaterra isabelina. Y podría materializarse mañana si los hombres
aprendieran a procurar su propia felicidad y no la desdicha de sus semejantes.
No se trata de una moralidad imposiblemente austera, pero su adopción
convertiría a la Tierra en un paraíso.
miércoles, 14 de marzo de 2018
El acoso, la insatisfacción y la moral sexuales
Ahora que hay una ola de mujeres que
denuncian el acoso sexual por parte de hombres, ahora que se descubren casos de
acoso sexual en el seno de nobles organizaciones humanitarias, no puedo dejar
de pensar que esos abusos los cometen, sobre todo, hombres sexualmente
insatisfechos.
Las medidas que pretenden
prevenir el acoso sexual hablan de la necesidad de aprobar leyes que castiguen
al acosador y de hacer campañas que promuevan el respeto a la mujer. Creo que
obtendríamos mejores resultados si además nos preocupáramos por reducir la
cantidad de hombres (y mujeres) sexualmente frustrados.
Bertrand Russell estudió
la moralidad sexual en su libro Matrimonio
y moral. Se dice que gracias a él ganó el nobel de literatura en 1950, y
fue por él que fanáticos religiosos de Estados Unidos lo acusaron de «inmoral».
Russell supone que los
hombres y las mujeres, si no se cohíben, son polígamos. Cita evidencia
antropológica de sociedades remotas en las que hombres y mujeres muestran
costumbres sexuales relajadas. La tradición occidental de la monogamia (con
eventuales infidelidades por parte sobre de todo del hombre), es posible
gracias a la cárcel mental en la que se encierra el deseo sexual, sobre todo de
la mujer. Un estado de cosas en el que la religión cristiana ha jugado un papel
determinante, y que ha ocasionado una cantidad indescriptible de sufrimiento.
La cuestión es cómo liberar el deseo y crear una tradición sexual compatible
con la organización de la sociedad industrial moderna. La respuesta de Russell
es que hombres y mujeres deben gozar de la mayor libertad sexual
posible. El estado debe entrometerse solamente cuando una pareja tiene hijos:
el divorcio no puede ser fácil cuando la prioridad es la crianza de los hijos.
Un matrimonio así formado debería ser capaz de soportar eventuales
infidelidades tanto de la madre como del padre.
Como vemos, Russell no
«promueve la inmoralidad», sino que propone una nueva moral, más razonable y
feliz que la tradicional:
Si
el matrimonio ha de continuar, su estabilidad importa por interés de los hijos;
pero la estabilidad ha de buscarse distinguiendo entre el matrimonio y las
relaciones meramente sexuales, y ensalzando el aspecto biológico del amor
conyugal, opuesto a su aspecto romántico. No pretendo que el matrimonio pueda
quedar libre de obligaciones onerosas. En el sistema que recomiendo los hombres
quedan libres, es verdad, del deber de la fidelidad sexual; pero, en cambio,
adquieren el deber de dominar los celos. La vida no puede vivirse bien sin
dominio de sí mismo; pero vale más reprimir una emoción restrictiva y hostil
como los celos que no una emoción generosa y expansiva como el amor. El error
de la moralidad convencional no consiste en exigir que el individuo se domine,
sino en exigirlo en mal lugar.
En su Autobiografía Russell hace breves
comentarios de algunos de sus libros. Del libro que nos ocupa dice que tal vez
el divorcio fácil no es una mala idea:
En
1929 publiqué Matrimonio y moral,
que dicté mientras me recuperaba de una tos ferina. […] De este libro se sacó
la mayor parte del material utilizado para atacarme en 1940, en Nueva York. En
él desarrollé la idea de que en la mayoría de los matrimonios no se podía
esperar una fidelidad total, y que un marido y una mujer debían ser capaces de
seguir siendo amigos a pesar de las aventuras amorosas. Sin embargo, yo nunca
dije que fuese oportuno que en un matrimonio la mujer tuviera uno o más hijos
con otro hombre que no fuese su marido; en ese caso, creía que era conveniente
divorciarse. Ahora, ya no sé lo que pienso respecto al matrimonio. Cada teoría
general sobre el tema parece tropezar con objeciones insalvables. Quizás el
divorcio fácil cause menos infelicidad que cualquier otro sistema, pero ya no
me siento capaz de ser dogmático respecto a asuntos de matrimonio.
miércoles, 7 de marzo de 2018
La propiedad privada y el impulso creativo
Cuando comencé a interesarme por los
asuntos políticos o históricos, a los veinte años, pensé enseguida que era
necesario acabar de una vez y para siempre con la propiedad privada. No sé de
dónde viene esa convicción. Por temperamento me siento afín a los cambios
radicales, pero el tiempo me ha enseñado que lo razonable es apostar por ese
tipo de cambios cuando las circunstancias son propicias, y la verdad es que
casi nunca lo son. Pero aún si las circunstancias hubieran sido las propicias,
no habría sabido cómo justificar la idea de eliminar la propiedad privada. Solo
tenía un deseo, el deseo de volver justa una sociedad brutalmente desigual, y
eliminar la propiedad parecía un modo seguro de eliminar la posibilidad de que
algunos individuos se enriquezcan.
Un discurso de Manuel
Isidoro Belzu, el gobernante boliviano de mediados del XVIII que tuvo un
trágico final, expone con elocuencia ese sentimiento:
Ha
sonado ya la hora de pedir a la aristocracia sus títulos y a la propiedad
privada sus fundamentos... La propiedad privada es la fuente principal de la
mayor parte de los delitos y crímenes en Bolivia, es la causa de la lucha
permanente entre los bolivianos, es el principio dominante de aquel egoísmo
eternamente condenado por la moral universal. ¡No más propiedad, no más
propietarios, no más herencias! ¡Abajo aristocracias! ¡La tierra sea para
todos! ¡Basta de explotación del hombre por el hombre!*
La obra de Bertrand
Russell es impactante por estar llena de párrafos lúcidos que resuelven asuntos
que antes de leerlos parecían insolubles. Ideas intuitivas más bien vagas que
uno arrastra, adquieren de golpe claridad –a la vez que se complejizan– gracias
al estilo racional y elocuente de Russell. En su libro Principles of Social Reconstruction (que
se tituló en Estados Unidos Why Men
Fight sin su consentimiento), encontré la justificación racional de mi
aversión intuitiva a la propiedad privada. Russell distingue «cuatro fuentes
principales de derechos legales reconocidos a la propiedad privada: (1) el
derecho de la persona a lo que ha hecho por sí mismo; (2) el derecho a los
intereses de un capital prestado; (3) la propiedad de la tierra; (4) la
herencia»**. La primera forma, dar a un trabajador lo que hace por sí mismo, no
es justa porque «no hay especial justicia […] en asignar a cada persona lo que
produce por sí misma. Algunos personas son más fuertes, saludables e
inteligentes que otras, pero no hay razón para incrementar estas injusticias
naturales con las artificiales de la ley.». La segunda forma, el interés que
genera un capital, es injusta porque «el poder de prestar dinero da tal riqueza
e influencia a los capitalistas privados que, a menos que esté estrictamente
controlado, no es compatible con ninguna libertad real para el resto de la
población.». Hacia el terrateniente Russell muestra una aversión similar a la
de Belzu: «La propiedad privada de la tierra no tiene sino una justificación
histórica a través del poder de la espada. […] Si las personas fuesen
razonables, decretarían que cese mañana mismo, sin otra compensación que un
moderado ingreso para vivir para los dueños de la tierra.». Por último, de la
herencia, dice Russell que «ni el derecho de disponer la propiedad a voluntad
ni el derecho de los hijos a heredar de sus padres tienen ningún sustento fuera
de los instintos de posesión y el orgullo familiar.».
La foto es mía
De esta manera mi
aversión hacia la propiedad privada –que como vemos es mucho más variada de lo
que uno supone–, queda plenamente justificada. Pero Russell no se detiene en
este punto. Continúa la discusión sobre la propiedad hasta hallar un modelo
superior al vigente, y superior también a la idea socialista de entregar la
propiedad privada de la tierra y el capital al estado. Un sistema cooperativo y
sindicalista, dice, permitiría liberar la energía creadora:
Es
sorprendente que, mientras hombres y mujeres han luchado para alcanzar la
democracia política, muy poco se ha hecho para introducir la democracia en la
industria. Veo incalculables beneficios en la democracia industrial, ya sea en
el modelo cooperativo o con el reconocimiento de un oficio o industria como
unidad para propósitos de gobierno, con algún tipo de autonomía tal como el
sindicalismo reclama. […] Con un sistema de este tipo muchas personas podrían
volver a sentir de nuevo orgullo de su trabajo, y encontrar una salida para el
impulso creativo que es hoy negado para todos salvo unos pocos afortunados. Tal
sistema requiere la abolición del terrateniente y la restricción del
capitalista, pero no la igualdad de salarios. Y a diferencia del socialismo, no
es un sistema estático o finiquitado, es apenas un marco de referencia para la
energía y la iniciativa. Creo que es solo por algún método de este tipo que el
libre crecimiento del individuo puede reconciliarse con las enormes
organizaciones técnicas que el industrialismo ha hecho necesarias.
*Cita extraída del segundo tomo de Memoria del fuego, de Eduardo Galeano.
**La traducción de esta y las siguientes
citas es mía.
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