sábado, 4 de agosto de 2018

La literatura comprometida y una moralidad nueva

Dice Jorge Luis Borges –en el prólogo de El informe de Brodie– que no pretende ser un escritor que intenta persuadir al lector, sino distraerlo o conmoverlo. No quiere escribir fábulas con lecciones morales, sino cuentos como los de Las mil y una noches. Así Borges, a quien el prójimo le importaba más bien poco, se desmarca de la llamada literatura comprometida. En su poema «Fragmentos de un evangelio apócrifo», expone su postura con mucha elocuencia: «Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable».
Pero los escritores que se conmueven con el espectáculo del mundo no pueden encerrarse en la proverbial torre de marfil, y a menudo esa sensibilidad los lleva a incorporar a su ficción el drama social. Si además mantienen el compromiso estético inherente al oficio literario, el resultado puede ser bello y persuasivo. Es importante anotar que ese camino lo pueden recorrer autores de todas las tendencias, no solo los progresistas. Los casos de George Orwell y Mario Vargas Llosa son ejemplares al respecto. Ambos retratan la realidad social admirablemente en sus novelas, pero mientras Orwell anhelaba una reconstrucción social radical, Vargas Llosa defiende el modelo económico dominante, que concentra la riqueza en pocas manos.
Una vez admitido que se puede escribir literatura comprometida sin lesionar la dimensión estética, y que escritores de distintas tendencias la pueden llevar a cabo, llegamos a la cuestión de si esos esfuerzos tienen un impacto social significativo. Bertrand Russell –en el prólogo a sus Ensayos escépticos– nos deja perplejos con su respuesta a esta cuestión. En 1919 Russell asistió a una representación de Las troyanas de Eurípides en el Royal Victoria Hall de Londres. En esa obra, Eurípides escenifica el sufrimiento de las mujeres de Troya esclavizadas por atenienses que asesinaron a sus esposos. Cuando se representó en Atenas esta historia mítica, en el año 415 a.C., entre el público se encontraban algunos hombres que hace poco habían cometido el mismo crimen: habían matado a todos los varones adultos de Melos y habían esclavizado a sus esposas e hijos. La situación de los ingleses en 1919 no era muy distinta a la de aquellos atenienses. Cuenta Russell:

Hay una escena de insoportable patetismo en la que los griegos dan muerte a Astianacte por temor a que se convierta en un segundo Héctor. Prácticamente el teatro entero tenía los ojos arrasados en lágrimas, y el público apenas conseguía dar crédito a la crueldad de los griegos de la obra. Y sin embargo, esas mismas personas que encontraban imposible contener el llanto estaban ejerciendo, en ese preciso instante, una crueldad idéntica, y a una escala que la imaginación de Eurípides jamás habría alcanzado a sospechar. Habían votado poco antes (en su mayoría) en favor de un Gobierno que había decidido prolongar el bloqueo de Alemania tras el armisticio e imponer igual castigo a Rusia. Se sabía que esas medidas provocaban la muerte de una enorme cantidad de niños, pero se juzgaba deseable reducir la población de los países enemigos; como Astianacte, los chiquillos podrían haber crecido y emulado a su padre.

Shakespeare dijo –en El sueño de una noche de verano– que el lunático, el amante y el poeta están hechos por entero de imaginación. Russell se apoya en esa clasificación para explicar la reacción del público:

El poeta Eurípides había despertado al amante dormido en la imaginación de los asistentes. Sin embargo, uno y otro, amante y poeta, serían olvidados a la puerta del teatro, para que el lunático (que aquí se presenta en forma de maníaco homicida) pudiera controlar las decisiones políticas de aquellos hombres y mujeres, que además se tenían por tiernos y virtuosos.

Podemos concluir admitiendo que el impacto social de la literatura comprometida es más bien escaso. Incluso la más bella y bienintencionada, como la de Eurípides, no puede mejorar nuestro comportamiento. El germen de la transformación social se halla en otro lugar. Russell apuesta por una nueva moralidad, más amable y razonable que la vigente, sin que por eso resulte incompatible con nuestros instintos:

No hay peligro en dejar al instinto las relaciones que nos unen a nuestros seres queridos; es nuestro roce con las personas odiadas lo que ha de someterse inexcusablemente al señorío de la razón. En el mundo moderno, aquellos a quienes detestamos de facto son los grupos lejanos, en especial las naciones extranjeras. Los concebimos de manera abstracta, y nos engañamos a nosotros mismos creyendo que unos actos que en realidad son la encarnación del odio obedecen en el fondo al amor que profesamos a la justicia o a algún otro noble motivo. Únicamente una buena dosis de escepticismo puede rasgar el velo que nos oculta esta verdad. Una vez conseguido esto, podemos empezar a construir una moralidad nueva, una moralidad que no se base en la envidia y la represión, sino en el anhelo de una vida plena y en la comprensión –que surge tan pronto como sanamos de la enajenación celosa– de que en los demás seres humanos hemos de ver un apoyo y no un estorbo. Esto no es una esperanza utópica, y la prueba es que se concretó en parte en la Inglaterra isabelina. Y podría materializarse mañana si los hombres aprendieran a procurar su propia felicidad y no la desdicha de sus semejantes. No se trata de una moralidad imposiblemente austera, pero su adopción convertiría a la Tierra en un paraíso.

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