Dice Jorge Luis Borges –en el prólogo
de El informe de Brodie– que no
pretende ser un escritor que intenta persuadir al lector, sino distraerlo o
conmoverlo. No quiere escribir fábulas con lecciones morales, sino cuentos como
los de Las mil y una noches. Así
Borges, a quien el prójimo le importaba más bien poco, se desmarca de la
llamada literatura comprometida. En su poema «Fragmentos de un evangelio
apócrifo», expone su postura con mucha elocuencia: «Bienaventurados los que no
tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa,
es obra del azar, que es inescrutable».
Pero los escritores que
se conmueven con el espectáculo del mundo no pueden encerrarse en la proverbial
torre de marfil, y a menudo esa sensibilidad los lleva a incorporar a su
ficción el drama social. Si además mantienen el compromiso estético inherente al
oficio literario, el resultado puede ser bello y persuasivo. Es importante
anotar que ese camino lo pueden recorrer autores de todas las tendencias, no
solo los progresistas. Los casos de George Orwell y Mario Vargas Llosa son
ejemplares al respecto. Ambos retratan la realidad social admirablemente en sus
novelas, pero mientras Orwell anhelaba una reconstrucción social radical,
Vargas Llosa defiende el modelo económico dominante, que concentra la riqueza
en pocas manos.
Una vez admitido que se
puede escribir literatura comprometida sin lesionar la dimensión estética, y
que escritores de distintas tendencias la pueden llevar a cabo, llegamos a la
cuestión de si esos esfuerzos tienen un impacto social significativo. Bertrand
Russell –en el prólogo a sus Ensayos
escépticos– nos deja perplejos con su respuesta a esta cuestión. En 1919
Russell asistió a una representación de Las troyanas de Eurípides en el Royal Victoria Hall de
Londres. En esa obra, Eurípides escenifica el sufrimiento de las mujeres de
Troya esclavizadas por atenienses que asesinaron a sus esposos. Cuando se
representó en Atenas esta historia mítica, en el año 415 a.C., entre el público
se encontraban algunos hombres que hace poco habían cometido el mismo crimen:
habían matado a todos los varones adultos de Melos y habían esclavizado a sus
esposas e hijos. La situación de los ingleses en 1919 no era muy distinta a la
de aquellos atenienses. Cuenta Russell:
Hay
una escena de insoportable patetismo en la que los griegos dan muerte a
Astianacte por temor a que se convierta en un segundo Héctor. Prácticamente el
teatro entero tenía los ojos arrasados en lágrimas, y el público apenas
conseguía dar crédito a la crueldad de los griegos de la obra. Y sin embargo,
esas mismas personas que encontraban imposible contener el llanto estaban
ejerciendo, en ese preciso instante, una crueldad idéntica, y a una escala que
la imaginación de Eurípides jamás habría alcanzado a sospechar. Habían votado
poco antes (en su mayoría) en favor de un Gobierno que había decidido prolongar
el bloqueo de Alemania tras el armisticio e imponer igual castigo a Rusia. Se
sabía que esas medidas provocaban la muerte de una enorme cantidad de niños,
pero se juzgaba deseable reducir la población de los países enemigos; como
Astianacte, los chiquillos podrían haber crecido y emulado a su padre.
Shakespeare dijo
–en El sueño de una noche de verano–
que el lunático, el amante y el poeta están hechos por entero de imaginación.
Russell se apoya en esa clasificación para explicar la reacción del público:
El
poeta Eurípides había despertado al amante dormido en la imaginación de los
asistentes. Sin embargo, uno y otro, amante y poeta, serían olvidados a la
puerta del teatro, para que el lunático (que aquí se presenta en forma de
maníaco homicida) pudiera controlar las decisiones políticas de aquellos
hombres y mujeres, que además se tenían por tiernos y virtuosos.
Podemos concluir
admitiendo que el impacto social de la literatura comprometida es más bien
escaso. Incluso la más bella y bienintencionada, como la de Eurípides, no puede
mejorar nuestro comportamiento. El germen de la transformación social se halla
en otro lugar. Russell apuesta por una nueva moralidad, más amable y razonable
que la vigente, sin que por eso resulte incompatible con nuestros instintos:
No
hay peligro en dejar al instinto las relaciones que nos unen a nuestros seres
queridos; es nuestro roce con las personas odiadas lo que ha de someterse
inexcusablemente al señorío de la razón. En el mundo moderno, aquellos a
quienes detestamos de facto son
los grupos lejanos, en especial las naciones extranjeras. Los concebimos de
manera abstracta, y nos engañamos a nosotros mismos creyendo que unos actos que
en realidad son la encarnación del odio obedecen en el fondo al amor que
profesamos a la justicia o a algún otro noble motivo. Únicamente una buena
dosis de escepticismo puede rasgar el velo que nos oculta esta verdad. Una vez
conseguido esto, podemos empezar a construir una moralidad nueva, una moralidad
que no se base en la envidia y la represión, sino en el anhelo de una vida
plena y en la comprensión –que surge tan pronto como sanamos de la enajenación
celosa– de que en los demás seres humanos hemos de ver un apoyo y no un
estorbo. Esto no es una esperanza utópica, y la prueba es que se concretó en
parte en la Inglaterra isabelina. Y podría materializarse mañana si los hombres
aprendieran a procurar su propia felicidad y no la desdicha de sus semejantes.
No se trata de una moralidad imposiblemente austera, pero su adopción
convertiría a la Tierra en un paraíso.
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