Hoy, los gobiernos del mundo se pueden
clasificar entre los muy neoliberales y los no tan neoliberales, es decir,
entre los que son más o menos proclives a aplicar las llamadas medidas de austeridad,
medidas que reducen la capacidad del Estado de proporcionar servicios públicos,
al tiempo que estimulan su papel como garante de los intereses de las élites. El
país más poderoso del mundo se aventó al tobogán neoliberal durante la
administración Carter, y el descenso ha continuado sin importar si la mayoría
es demócrata o republicana. Durante estas décadas la economía estadounidense creció
considerablemente, pero los salarios se estancaron en términos reales. El resto
del mundo tomó un rumbo similar. En Europa, los partidos socialdemócratas que
en días mejores fueron capaces de construir el Estado del bienestar, han
sucumbido a la ortodoxia neoliberal. Y en el mundo menos desarrollado los
gobiernos han aplicado el mismo tipo de medidas, a pesar de que allí los
servicios públicos son muy deficientes y un segmento enorme de la población es
muy pobre. Podemos sintetizar la historia del último siglo como el tiempo en el
que los países más avanzados redujeron la pobreza y construyeron el Estado del
bienestar, para luego destruirlo con medidas de austeridad.
Hace
un siglo la situación en Europa era diferente. Había atravesado por la horrenda
primera guerra mundial y la situación material de la gente era mucho peor que la
de hoy, pero había esperanza de cambio y persistían los ideales de las doctrinas
anticapitalistas del siglo XIX. Bertrand Russell, en su libro Caminos de libertad de 1918, examinó los
principios del socialismo, anarquismo y sindicalismo, tal como los formularon
sus iniciadores, y a partir de ellos imaginó su sociedad ideal. Pero el siglo
veinte tomó otro rumbo. En el prólogo a la tercera edición de ese libro, escrito
en 1948, dice:
Aunque
todavía conserve esta esperanza para algún día muy lejano, la utopía descrita a
lo largo de las siguientes páginas, especialmente en el último capítulo, guarda
mucho menos relación con el presente de lo que supuse cuando la describí. Pese
a que, en realidad, los problemas no han variado sustancialmente. La prevención
de la guerra continúa siendo, en la medida de lo posible, una cuestión
prioritaria. Al igual que la necesidad de conjugar al máximo la libertad y la
justicia económica. No cabe duda de que cierto grado de libertad debe sacrificarse
en aras de la justicia y cierto grado de justicia, en aras de la libertad. En
un mundo de recursos limitados, sin embargo, esto resulta mucho más complejo
que en ese próspero mundo al que se hace referencia en la mayoría de las
discusiones planteadas en este libro.
Todavía el mundo es menos
justo y libre de lo que podría ser, y todavía se cierne sobre él la amenaza de una
guerra nuclear, y la más reciente del cambio climático. Pero en lugar de plantear
medidas serias a semejantes retos, los gobiernos se debaten tristemente entre
ser más o menos austeros. Pocos recuerdan las propuestas anticapitalistas del
siglo XIX, pero no es imposible que ideales similares renazcan y florezcan. No
es imposible que los historiadores del futuro miren nuestro tiempo como un periodo
de estancamiento, un largo paréntesis que finalmente acabó y dio paso a la reconstrucción
radical de la sociedad que Russell imaginó.