Esta es la primera versión de un cuento
inspirado en un episodio de la vida íntima de Russell, tal como lo cuenta en su
Autobiografía. No pretende ser una recreación
precisa de ese momento, sino una historia de mentira que parte de esa verdad.
Mamá y papá fallecieron cuando yo tenía
apenas diez años y mi hermano ocho, y son pocos los recuerdos que preservo de
ellos. Éste es acaso el más aleccionador.
Los ataques de tos del
nuevo profesor no enrarecían el aire que respirábamos en el patio lleno de sol
de julio. Max corría detrás de la pelota que mi hermano y yo le lanzábamos
alternativamente, y aunque cada vez regresaba más abollada, seguíamos con el juego.
Jugábamos mientras mamá y el profesor cerraban el trato en la antesala: las
clases de matemática serían los martes y los jueves, de diez a once. Aparte de
su tos recurrente, lo que más nos llamó la atención del profesor fue su silueta.
Era alto y delgado, pero endeble. Parecía que sus pies pequeños no podrían
sostener por mucho más tiempo su largo cuerpo, parecía que un fuerte apretón de
manos le rompería los huesos. Cuando atravesó el patio, Max le ladró y husmeó
con tanta insistencia que mamá tuvo que disculparse, así se comporta con los
desconocidos, dijo, pero yo nunca había visto a Max tan excitado.
Mis padres contrataban
preceptores porque no confiaban en las escuelas entonces disponibles en la
ciudad, públicas o privadas. Decían que son especialmente perjudiciales para
los niños más inteligentes o sensibles, y creían que la mala educación no se
puede remediar. Papá y mamá también nos daban lecciones, papá de historia y
mamá de biología. Sin mis problemas de concentración tal vez habría aprovechado
esas clases tanto como mi hermano. A él parecía no afectarle pasar tantas horas
rodeado de adultos. Yo anhelaba la compañía de otros niños.
El profesor enseguida se
ganó la confianza de papá y mamá: era tímido como ellos, era puntual, era estricto
y enérgico a pesar de su aparente debilidad. Una mañana hizo una pausa en el
temario para enseñarnos un juego de números, un truco para sumar mentalmente
los números del uno al cien. Nos dijo que los imaginemos en hilera, el uno, el
dos, el tres… hasta el noventa y nueve y el cien. Si sumas el primero y el
último, el uno y el cien, dijo, el resultado es ciento uno. El segundo y el
penúltimo, el dos y el noventa y nueve, también suman ciento uno. El noventa y
ocho y el tres, ciento uno. El noventa y siete y el cuatro, ciento uno. Es
evidente que todas las parejas siguientes suman ciento uno y que tenemos cincuenta
parejas. Por lo tanto, la suma de los números del uno al cien es igual a cincuenta
veces ciento uno, y cincuenta por ciento uno es cinco mil cincuenta. Yo tardé
en asimilar el truco y tuve la mala idea de buscar una calculadora, pero mi
hermano lo pilló enseguida e ideó su propio ejemplo: la suma de los números del
uno al diez equivale a cinco parejas de once, es decir, a cincuenta y cinco.
Finalmente yo también lo asimilé y nos entretuvimos ideando ejercicios hasta la
medianoche, mientras el profesor charlaba animadamente con mamá y papá en el
comedor.
Papá solía llevarnos a pasear
por el bosque que rodeaba la casa. Los árboles se multiplicaban a solo una
milla del patio, y si el clima era bueno, llevábamos a Max y una cesta para
recoger arándanos. Mamá no iba, prefería quedarse descansando o preparando sus
lecciones. Una tarde una tempestad nos obligó a volver antes de lo previsto y
encontramos al profesor de matemática en casa. Nos extrañó verlo allí porque
era no martes ni jueves. Se puso muy nervioso y se despidió en seguida en medio
de un ataque de tos. Mamá dijo que no se sentía bien y se fue a dormir sin
cenar. No fue la única vez durante los años de formación que lo encontramos a
deshoras, pero ni mi hermano ni yo sospechamos nada. Nuestro afán se
concentraba en los estudios, y cuando nos agotábamos, en los juegos en el patio
y los paseos por el bosque. Los profesores eran buenos o muy buenos y apreciábamos
a todos, pero más que al resto al de matemática, acaso por su delgadez o por su
tos.
Un par de años después
del fin de las lecciones de matemática llegó a casa la noticia de que el
profesor había fallecido. Tenía tuberculosis. Y no mucho después, cuando nuestros
padres a su vez fallecieron, nos enteramos al fin de la relación entre mamá y el
profesor. Papá explica en su diario íntimo que a él y a mamá les parecía
sumamente injusto que la mala fortuna de un cuerpo frágil y enfermo le privara
al profesor del placer sexual. La autosatisfacción les parecía un pobre sustituto.
Decidieron entrambos que mamá se acostaría periódicamente con él. Mamá no llegó
a disfrutar en esos encuentros, pero no los interrumpió porque significaban
para el profesor la felicidad instintiva que tanto había deseado desde su
primera juventud.