Quizá hay tantos libros de memorias como
formas de vivir la vida, pero el factor común de las autobiografías puede ser la
imposibilidad de narrar una vida con total transparencia. Ernesto Sabato
comienza su libro de memorias –Antes del
fin– con esta advertencia: «no esperen encontrar en este libro mis verdades
más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones», pero en sus
ficciones es imposible separar lo que vivió de lo que imaginó. Rita
Levi-Montalcini –Elogio de la
imperfección– dice que prefiere recordar lo mejor de las personas que
fueron parte de su vida, pero muestra un atisbo de la conflictiva relación que
mantuvo con su padre, y el lector queda con la gana de conocer lo peor de él.
Eduardo Galeano –Días y noches de amor y
de guerra– es más audaz y cuenta cómo lo sedujo la idea del suicidio o de
qué manera se vio arrastrado por el vendaval del deseo sexual, pero escribió
sus memorias antes de los cuarenta años y prefirió no hablar de la siguiente
mitad. En contraste, la transparencia de Bertrand Russell –Autobiografía– es asombrosa. Nos habla con claridad y en un tono
íntimo de los secretos familiares, de los momentos de ira y los de profunda
soledad, de sus enfermedades y su timidez, de su fervor místico y su miedo a enloquecer,
de sus ideaciones suicidas y su éxito con las mujeres y con el público lector.
Russell seguramente sabía que su inteligencia, energía y vigor moral eran
inusualmente intensos, y que semejante combinación de virtudes daba lugar a una
vida que merecía ser contada. Él tampoco lo cuenta todo, pero deber ser una de
las vidas que mejor conocemos.